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Laurel Y Hardy en el Oeste (1937): La sencillez hecha comedia


Me confieso un gran admirador de los comediantes de la Edad de Oro norteamericana. Buster Keaton, Chaplin o Harold Lloyd entre otros, cada uno con su estilo; pero con la labor admirable de provocar siempre la sonrisa a todo tipo de público y de varias generaciones, algo realmente difícil.

Si hay desde luego un par de cómicos que me han marcado, sobre todo en mi infancia, han sido los inimitables Stan Laurel y Oliver Hardy (El Gordo y El Flaco). Los más tiernos y divertidos, los más irreverentes, los más perversos y los más nobles, y lo más difícil, los que fascinaban por igual a niños y mayores.

Todas las polaridades humanas se conjugaban en ellos y demostraron un virtuosismo histriónico imposible de igualar. Todas las parejas cómicas que surgieron, desde entonces hasta la actualidad, inevitablemente les deben mucho.

Hay que puntualizar que su humor es muy básico, a veces infantil, lejano al más ingenioso de otros cómicos. Recuerda más al típico de los payasos de circo: El listo y el tonto. 

Tal vez sin el carisma de los propios actores que los interpretan, podría llegar a hacerse algo monótono y repetitivo.

La historia de esta película es bien simple, como la mayoría de su filmografía: en este caso, llegan ellos a un pueblo llamado Brushwood Gulch en el lejano oeste (aunque si hubiera sido del este, el norte o el sur, daba lo mismo) y allí buscan en el bar, manejado por el corrupto Micky Finn, a una chica llamada Mary Roberts a quien esperan entregarle el título de propiedad de una mina de oro que le dejó su padre, un socio del par de buenazos, que acaba de morir. 

La ambición se despierta en Finn (interpretado por su archienemigo en otras peliculas, el inimitable James Finlayson), quien les presenta, entonces, a una suplantadora y pronto los chicos caerán en cuenta del gran error que cometen, y se las ingeniarán como pueden para remediar las cosas y hacer justicia.

Dos chicas entrarán en juego: Lola Marcel, la rubia y ambiciosa bailarina de la cantina, y Mary Roberts, una bella y modesta joven, quien hace las veces de cocinera del mismo establecimiento.

Se nota una película más madura que las otras que de ellos he visto anteriormente, con mucha mayor variedad en los tonos humorísticos, aunque siguen teniendo largas escenas propias del cine mudo, y continúan basándose principalmente en el slapstick. Así, contiene elementos de humor surrealista.

El director James W. Horne lo da todo de sí, para lograr un filme visualmente hermoso, con unos efectos especiales en los gags, que seguro asombraron a la gente de la época y que, aún hoy, lucen admirables.

Es una especie de western–musical (hay tres temas en los que intervienen Laurel & Hardy con suma gracia, sobre todo el primero donde hacen un baile coreográfico en plena calle).

Esta película resulta ser un trozo de cine encantador, que valdrá la pena volver a ver, sobre todo porque este par de clowns, con su sola presencia, por muchos años que pasen, se han convertido en iconos de la cultura popular.

Muy pocos actores cómicos en la historia de cine, consiguen que uno mantenga dibujada una sonrisa mientras ve sus películas, hasta que aparece la palabra Fin. Y eso ya merecería un Oscar.



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