El ocaso de una
estrella del cine mudo es narrado en esta sorprendente cinta retro. Hollywood, 1927. George Valentin (Jean Dujardin), es una gran estrella del cine mudo a
quien la vida le sonríe.
Pero, con la llegada del
cine sonoro, su carrera corre peligro de quedar sepultada en el olvido. Por su
parte, la joven actriz Peppy Miller (Bérénice Bejo),
que empezó como extra al lado de Valentin, se convierte en una estrella del
cine sonoro.
Michel
Hazanavicius, un director francés semidesconocido, ha sacado adelante un
proyecto que podríamos tildar de suicida. Hacer una película muda y en blanco y
negro en estos tiempos de efectos especiales de ordenador es todo un desafío.
Lo fácil sería haber comenzado de esta guisa y al cabo de veinte o treinta
minutos pasar al sonoro.
Y más cuando el
argumento va precisamente sobre eso, del paso del cine mudo al sonoro y los
traumas que eso supuso en muchos artistas acusados de histrionismo y de falta
de voz.
Lejos de esta posibilidad, lo cierto es que el director mantiene el
reto hasta el final y lo hace con muy buen pulso.
Es una apuesta
arriesgada que sale airosa en todas las facetas: música, fotografía,
ambientación, vestuario, guión, dirección, y por supuesto interpretación. Dejando
aparte a los secundarios, quienes cumplen todos con su cometido perfectamente;
el protagonista resulta deslumbrante y seductor, y su compañera, aparte de
estar a su nivel, es tremendamente encantadora.
El guión podría
haber ajustado un poco más las tuercas que sujetan esa relación hasta
convertirla en una pareja convencional, pero evita esa tentación que la podría
haber llevado a una historia más al uso y la mantiene en una relación basada en
la amistad, el deseo contenido, y la admiración mutua; además, contado con buen
humor.
Así que toda
petulancia retro que podría esperarse queda esfumada cuando nos topamos con una
compilada historia con un fondo emotivo atemporal, puesto en escena de forma
alegre.
Esa es la gran
diferencia entre una obra pretenciosa (que abandona el fondo... o la forma) y
una obra homenaje como ésta, en la que Hazanavicius demuestra que sabe
perfectamente lo que es la esencia del cine, aportando un amor tanto al
contenido como a la forma y a la maravillosa combinación entre ellos.
The artist nos
confirma que el cine nunca llegó a ser mudo: el sonido diegético quizás no
existía en esos tiempos (los años 20 narrados en el film), pero podía
conseguirse ser altamente expresivo sin recurrir al diálogo.
La imagen y la
música podían y pueden provocar emociones a flor de piel, más intensas incluso
que mediante las palabras. Pero no sólo eso: esta es además una atractiva
historia sobre la ambición y la fama, el amor y, por encima de todo, el cine.
Valoramos la
actuación (caricaturesca, claro) de sus protagonistas, la gracia de la chica y
la belleza del perrito amaestrado.
También valoramos el silencio, que confirma
algo ya sospechado: que puede contarse una bonita historia sin palabras, o con
muy pocas palabras.
Y lo del blanco y negro constituye una gozada para los
ojos, un descanso para la mente, un regreso a lo esencial.
Es lo
suficientemente dicharachera, tramposa y encantadora para gustar, arrancar
alguna sonrisa y despertar alguna nostalgia. Es una película que muestra, que
siempre hay un camino para que el verdadero “artista”, pueda expresarse. Hacía
muchos años que no salía del cine con la sensación de haber estado en un sueño
y no querer despertar del mismo.
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